sábado, 20 de septiembre de 2008

Carmen y Ana

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Carmen y Ana son como el resto de mujeres,

Carmen y Ana no son como el resto de mujeres
pero mucho más rápidas, más veloces y ágiles.
Aceleradoras de partículas femeninas.
Todo lo que una mujer puede hacer de un hombre y por ellos ya lo han visto antes,
no se van a extrañar de que las miren de reojo, ¡lo desean!
(cuando se dice "rápidas" imaginen el tambor de una lavadora centrifugando, por favor)
y se objetivan a sí mismas
- son hombres.
Hace miles de años harían de sacerdotisas oficiantes de rituales sexuales. Hoy se miran culpables,
y además, también se dice de ellas que
no toleran el silencio de alguien de quien sólo conocen su nombre
ni llaman a nadie por el nombre que su madre les dio.
Es evidente de una evidencia de 28 años, entre otras cosas, que
necesitan cumplir cierta edad para saber elegir adecuadamente un tinte de pelo,
y que comprenden el significado de una tienda de Zara mejor que una camiseta de algodón,
si las camisetas de algodón pensaran.
Se agarran a lo que sea, aunque "eso" sean los bigotes del más feo del patio.
Cambian de forma continuamente como una ola, pero siempre rompen contra el rompeolas.
De ahí se rasgan el vestido y han de cambiárselo ocho veces: esas fueron las veces que conté.
Con ellas el silencio se hace elocuente, y mi estomago se constriñe (se irritaba).
- ¡di algo, chiquillo!
- no, me voy al mar, a no escucharte hablar, parayoica...



(Ana no era paranoica o lo era disimulándolo muy bien. Por la belleza dorada de sus manos no se lo hubiese tenido en cuenta, hasta hubiese creído con ella. El último día la encontré llorando en el rincón de llorar, acurrucada sobre sus piernas. No me creo aun que tuviese 53 años. Si me creo que su padre le enseñara a jugar al dominó como a una maestra. Tal vez por esa razón llorara.)

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